martes, 16 de junio de 2009

La mesa número nueve


Aún recuerdo, aquel mes de febrero, en que circulaba un rumor por los cafés de Viena que tenía a todos los ciudadanos en vilo. Haciendo caso omiso a tan descabelladas habladurías y como desafío a un bulo supuestamente infundado, yo seguía puntual a mi cita matutina en el café de la esquina. En la mesa número ocho, junto a la prensa diaria, pasaba mi primera hora de la mañana entre olores a café y pastelería recién salida del horno, en un lugar privilegiado frente al ventanal. Serían cerca de la diez de la mañana, cuando un hombre cercano a los cincuenta empujó la puerta. En el descansillo, bajo un ventilador de aire caliente, se atusó con las palmas de las manos el resto de una melena de una añorada época hippie. Llegó apenas media hora después que yo, pasó detrás de mí y se instaló en la mesa contigua. Pidió un café, sin dejar de apartar los ojos de la calle mientras se quitaba la chaqueta pausadamente. Al cabo de unos minutos, llegó una mujer de edad incierta, caminó hacia mi mesa, me miró como si dudara en detenerse, pero prosiguió hasta la que se encontraba a mi lado. Mi vecino, tal vez por la impresión, ni siquiera hizo un gesto por levantarse. Se saludaron fríamente, pero con cierto aire de cordialidad, como a quien se espera, pero se ve por primera vez. Se sentó frente a él, de espaldas a la visión de los transeúntes caminando bajo la nieve, ni siquiera se molestó en quitarse el abrigo, solo en despojarse con sumo cuidado de unos guantes de cuero. Con una sonrisa gélida, sus manos se entrelazaron en un eterno silencio.
Hoy, después de tanto tiempo, sigo fiel al mismo café y al mismo lugar, junto a la estatua de piedra que ocupa la mesa número nueve.

miércoles, 10 de junio de 2009

La duda


Llovía afuera y yo sin paraguas. Busqué las llaves de casa, pero los bolsillos de mi traje estaban vacíos. En la oscuridad de la noche vislumbré luz en el salón. Llamé al timbre, pero parecía no funcionar. Entonces salté la verja y me acerqué a la ventana. Estabas plácidamente sentada en mi sillón. Al poco tiempo te levantaste sonriente; pensé que me habías visto. Sin embargo, alguien se te acercó con una copa y tú lo besaste sin dudar. Esta vez grité y golpeé el cristal repetidamente. Seguías sin oirme. Tenía que advertirte que aquel tipo era mi asesino. ¿O tal vez ya lo sabías?

martes, 2 de junio de 2009

Una pieza única


Lo mejor sería ir a por el destornillador. Minuciosamente empezó a aflojar uno a uno los tornillos que componían el cajón de madera que tenía ante sí. Tal vez hubiera sido más rápido y efectivo hacer palanca abriéndolo en un solo golpe seco, pero no quería dañar su contenido. Bastante habría sufrido ya con el traslado y la entrega a domicilio. Según el anticuario, se trataba de una pieza única muy difícil de conseguir. Así lo atestiguaba el certificado de autenticidad como su lugar de procedencia. Sin lugar a dudas, sería el mejor capricho que se había dado. No todos los días se adquiere un fantasma por encargo.